Aquella pradera era verde, muy verde. Al norte la naturaleza había levantado montañas. Al sur ya estaban. El este y el oeste guardaban celosamente la virginidad de aquel paraiso. El viento se había enterrado hasta la cintura en el sueño y el día estaba tranquilo. Los guijarros y escolindros buscaban una fuente para descansar y las hormigas rojas sesteaban debajo del arbol. La hierba era tan alta que el azul era verde. El sol, reconciliado con la sombra, dormitaba en lo alto de la montaña.
Un túnel con cortinas de agua y encajes de espuma sedujo al viajero y éste, después de atravesarlo, hundió sus manos en la tierra, la llenó de lluvia y nació una ciudad. Little Boy, hija de los hombres, creó un hongo gigante totalmente descontrolado, arrasando a sus propios creadores. El dálmata murió corriendo detrás de una estrella fugaz. La señora Taylor, después de perdonar a la hiedra, se fué para siempre. ¿Porque yo?-murmuraba el destino.
Habían transcurrido cien años. El horizonte era nuevo, aún con restos de celofán y papel de envolver. Las enredaderas abrazaban a las rocas y las margaritas se habían olvidado del «no». El ansia le había plantado cara a la desolación. Miles de manos hundieron la vergüenza en la tierra.