Me querían cambiar de habitación. Un piano negro ocultaba el hermosísimo jarrón de Inditiania. Sobre el lacado, Weisz parecía mirar con odio su busto reflejado. Eran muchos años. Una alfombra con restos de seda, se encogía en las baldosas jaspeadas, soportando la eterna escribanía. Al fondo, dos sillones de orejeras miraban sin ver la vieja chimenea. Vieja y enmohecída. Los libros en hileras infinitas mantenían la estructura de aquella librería de nogal con tallas de tiespondre, adornada con incrustaciones de perilech gris y cantotesas. Restos de la decadencia de las colonias holandesas.
La poca luz de la habitación se filtraba por la suciedad mas débil de los enormes ventanales. Debajo de las ventanas un mueble de caoba escondía tres bandejas. El brillo les había abandonado. Aquella habitación olía a olvido.
Cuando supe lo del traslado no pude ocultar mi alegría, pero desde donde me encontraba ahora no podía sentir el sol. Recuerdo el caos del desván, Yo guardaba orgulloso una gramola que me hizo escuchar hermosas melodías: Grauffe, Tisser, Enlende viejo romántico. El sol del atardecer jugaba con un maniquí y enviaba su sombra hacia la ventana. La luz era de un amarillo intenso. Una caja quizás de cartón, engañaba y se burlaba de las corrientes de aire.
Yo era un rincón feliz que se dormía en las noches mas frias, arropado por el polvo. Los demás rincones me despreciaban. Podía sentir su envidia porque yo guardaba el reloj blanco. Tan blanco como el vacío del tiempo. No podía detener los movimientos sincopados de su llamada. Tuve miedo, mucho miedo. Durante un tiempo una idea se apoderó de mi. Sabía perfectamente que los héroes no existen porque ya están muertos cuando nacen, reducídos por su valentía.
Me dirigí al centro de la habitación y dejé de ser.